Hay algo en los viajes que los hace melancólicos. Tal vez sea el simbolismo que existe en ellos (salir, irse, dejar; despedirse). Esto lo pensé en un taxi a las 5.56 de la mañana cuando comenzaba un viaje. Llegando al aeropuerto, con mucha más anticipación de la realmente necesaria, vi a una pareja de señores. Ella iba vestida con una falda vieja de colores vistosos que resaltaba su sobrepeso. Tenía facciones morenas y un gesto duro (cansado) pero su cara, de todas formas, provocaba ternura. El señor que venía con ella (seguramente su marido) era un hombre panzón, desalineado, con un pantalón de mezclilla desgastado. La mujer traía en las manos una bolsa de red de plástico como las que usan las marchantas para ir al mercado, y ambos caminaban como desorientados, sujeando un papel, nerviosos y buscando algo.
¡Qué incómodo es no encajar! La pareja de señores claramente no encajaba en ese lugar. En un aeropuerto que usan más de 26 millones de pasajeros al año (dato del Digital Aeronautical Flight Information File en 2008), en ese momento el movimiento era mucho menor del que generalemente puede verse. Por ser las 6.30 am de un día entre semana además, calculo que más del 80 por ciento de los usuarios era gente que viajaba por negocios. Vestidos todos formalmente, con maletas para laptops y caminanado deprisa como si la vida los viniera persiguiendo, esquivaban a los señores con la indiferencia que da la prisa (o la soberbia citadina y materialista, tal vez). La gente que parecía viajar por placer, vestía siginifcativamente "más caro" (diría la abuelita de una buena amiga mía) que lo señores y casi todos hablaban por celular, ignorándolos no sólo a ellos sino a las personas que parecían ser sus compañeros de viaje, quienes tambien hablaban por teléfono con alguien más. [Cuándo se nos hizo más práctico hablar por celular con alguien que no está presente, que voltear a platicar con el que está físicamente al lado nuestro?].
De pronto, ambos se acercaron a un módulo de información para preguntar algo a la empleada que estaba en el mostrador, que comenzó a hablarles. Mientras les explicaban, la señora pasó un brazo alrededor de la cintura del señor, descansando la mano en el costado de su pierna y poniendo la otra mano sobre el brazo del marido, y pude ver incluso desde lejos, cómo respiraba. Entendí entonces algo: todo lo incómodo, deja de serlo tanto cuando no se está solo.
Hace no mucho tiempo leí en el periódico español El País, un artículo (1) sobre la explosión en el número de hogares unipersonales en España y el impacto social de los mismos, y aunque no tengo datos de México, imagino que la tendencia será similar: un grupo creciente de profesionales y gente educada que deciden vivir sólos y que resultan además, súmamente atrctivos para las empresas porque es la gente que gana y que sí gasta. Es la gente que se conciente porque tiene menores responsabilidades económicas con terceros. Y me pregunto: ¿será por eso que gastan? ¿Buscan en lo que compran, la compañía que no tienen para afrontar el "no encajar" en una sociedad de pares? Aún si la respuesta fuera "no", sigo creyendo que gastan (¿gastamos?) para comprar algo que llene un espacio que saben vacío.
Regreso a la señora del aeropuerto; ella no encajaba ahí y lo sabía, pero tenía alguien al lado suyo y éso le valía más que cualquier incomodidad que pudiera sentir.
(1) Minidosis para un mundo de solos. PATRICIA GOSÁLVEZ / EL PAÍS
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